En las dos primeras décadas del siglo XXI, las organizaciones criminales de Centroamérica han diversificado sus operaciones para aumentar sus fuentes de ingresos. Los grupos criminales que originalmente se dedicaban al tráfico ilícito de drogas desde el sur hasta el norte del continente americano han comenzado a ampliar sus empresas aventurándose en otros mercados y actividades ilegales.

Según un informe de Global Financial Integrity, se estima que cada año la extorsión genera entre 40 y 57 millones de dólares para las organizaciones criminales en Guatemala; entre 190 y 240 millones de dólares en El Salvador y entre 30 y 50 millones de dólares en Honduras. Estos recursos financian las necesidades de las pandillas, incluido el coste de la asistencia legal para miembros encarcelados, mientras que la propia extorsión facilita los procesos de gobernanza criminal.

Al comerciar con el miedo generado en las víctimas por la violencia que ejercen los extorsionadores (psicológica, patrimonial, física y letal), los grupos criminales aumentan su control territorial, ampliando así los mercados para la extorsión. Además, los cambios en los entornos operativos, como las restricciones a la movilidad impuestas para combatir la pandemia del COVID-19, han obligado a los grupos criminales existentes a adaptarse, dando lugar a nuevos modos y patrones de extorsión. Estos nuevos métodos no solo demuestran la innovación criminal, sino que también se vinculan a otros delitos, como el fraude, el secuestro y la cibercriminalidad.

Este informe, basado en el análisis y las actividades previas de GI-TOC en la región, analiza las innovaciones en materia de extorsión en los países del norte de Centroamérica, México y Colombia, y examina cómo estas han seguido surgiendo después de los cambios impulsados por la COVID-19. Para ayudar a abordar este fenómeno, propone una serie de técnicas para apoyar mejores investigaciones sobre las organizaciones criminales.