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Organized crime is a spoiler to peacebuilding, governance and development.  It preys on weak and fragile states.  It exacerbates conflict, increases insecurity – both human and state.  Organized crime hits the poorest and most vulnerable in society.  It constrains economies, heightens income inequality, suppresses entrepreneurship.  Since the siren song of the World Development Report 2011, these phenomena are increasingly becoming common wisdom, often cited in conferences and reports, whereas in fact precious little has been advanced in terms of strengthening the responses in relevant contexts.

2014 will be a year in which the development community writ large will be brought under close scrutiny, as the 2015 Millennium Development Goals (MDGs) are re-pledged without one having been met.  The Secretary-General’s 2010 “Keeping the Promise” report recognized that in order to achieve the MDGs, “integrity, accountability and transparency are crucial….for managing resources, recovering assets and combating the abuse, corruption and organized crime that are adversely affecting the poor.”  But there has been insufficient effort made to translate the rhetoric into action.  A growing number of reports are being written – largely by think tanks and academia – but they are not systematically translating into the institutions setting policy or implementing assistance on the ground.

The conflicts in Mali and Central Africa both have illicit trafficking and organised crime in their roots, yet the framework of response makes little more than semantic acknowledgements of this fact.  DDR programmes are rolled out in a formulaic fashion, without a proper understanding of the drivers of conflict, and livelihood strategies are stuck like band aids: quick to peel off when wet, but doing little to promote lasting structural incentives for communities to push illicit economies aside.  While a peace may be achieved, with potent criminal actors at play, citizens feel as insecure as they did in conflict, and the potential for a fall back into conflict looms omnipresent.

Donors are increasingly seeking innovations, as the standard security sector and justice institutions have failed to show sufficient results.   Flexible financing mechanisms are being piloted, but the recipients remain largely at the institutional and central state level, despite the growing recognition and, in some cases, startling evidence of growing state complicity in criminal economies.  Finding the balance between global, regional and national responses appears to be a perennial challenge, as knowledge and decision making is often decentralized, and there is no obvious hub or natural for policy-making.  Mainstreaming is needed, but achieving an effective and tangible “mainstreamed” approach is notoriously difficult.  There has been sufficient grounded criticism in 2013 of the call-to-arms approach, as presented by the “war on drugs” efforts, to know that this doesn’t work well either.

2014 will need to be a year in which pragmatic and tangible progress can be made on this debate.  Pilot programmes tried, and existing efforts evaluated, lessons learned identified and shared.  Within the context of the post-MDG formulation, but also more broadly, debates need to take place amongst a broader range of stakeholders.  In particular the development community needs to recognize their responsibilities in regards to governance, justice, peacebuilding and development, and to sensitize their staff on the ground to recognize, analyze, understand and customize responses to organized crime within their domains.

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La delincuencia organizada y el debate sobre el desarrollo

La delincuencia organizada es un obstáculo para la construcción de la paz, la gestión pública y el desarrollo. Se apodera de los estados débiles y frágiles, exacerba el conflicto y aumenta la inseguridad tanto humana como estatal. La delincuencia organizada golpea a los sectores más pobres y vulnerables de la sociedad, constriñe las economías, eleva la desigualdad de ingresos y sofoca las iniciativas emprendedoras. Desde que sonó la alarma del Informe sobre Desarrollo Mundial de 2011, estos fenómenos se han ido convirtiendo en sabiduría popular, en ocasiones citados en conferencias e informes, pero de hecho poco se ha avanzado en cuanto al fortalecimiento de las respuestas en contextos relevantes.

En 2014 se escrutarán cuidadosamente los mandatos de la comunidad de desarrollo, mientras que los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) de 2015 vuelven a jurarse sin que ni siquiera uno haya sido alcanzado. En el informe de 2010 “Para cumplir la promesa” del Secretario General de la ONU se reconoce que para alcanzar los ODM, la integridad, la responsabilidad y la transparencia son cruciales para la administración de los recursos, la recuperación de activos y el combate contra el abuso, la corrupción y la delincuencia organizada que afectan desfavorablemente a los sectores más pobres. No obstante, los esfuerzos no han sido suficientes para transformar la retórica en acción. Cada vez se elaboran más informes –en gran parte por expertos y académicos – pero no se están trasladando sistemáticamente a las instituciones legislativas ni se están implementando estrategias de asistencia en este terreno.

Tanto los conflictos en Mali como en África Central tienen raíces en el tráfico ilícito y en la delincuencia organizada, aun así el marco de respuestas ofrece poco más que un reconocimiento semántico de esta realidad. Los programas DDR son lanzados de una manera predecible, sin un entendimiento adecuado de las raíces del conflicto, y las estrategias de subsistencia están pensadas como apósitos adhesivos: son solamente un paliativo para tapar el problema, a la vez que hacen poco para promover incentivos estructurales duraderos para que las comunidades puedan abandonar las actividades ilícitas. A pesar de que pueda llegarse a una situación de paz, con actores criminales fuertes en escena, los ciudadanos se sienten tan inseguros como lo hacían durante tiempos hostiles, y las posibilidades de volver a entrar en conflicto se hacen omnipresentes.

Los donadores buscan cada vez más la innovación, ya que los sectores de seguridad y justicia regulares no han logrado mostrar resultados suficientes. Se están probando nuevos mecanismos flexibles de financiación, pero a pesar de que el reconocimiento y, en algunos casos,  la alarmante evidencia de la complicidad del estado en las economías ilegales van en ascenso, los destinatarios siguen estando en gran parte en niveles institucionales y estatales. Parece que encontrar un equilibrio entre respuestas globales, regionales y nacionales es un desafío perenne ya que el conocimiento y la toma de decisiones están frecuentemente centralizados y no existe un núcleo obvio o natural para la creación de nuevas leyes y políticas. Se necesita una corriente que prevalezca, pero conseguir una estrategia principal efectiva y tangible es una tarea claramente compleja. Las críticas en 2013 sobre las estrategias armadas, como fueron vistas en “la guerra contra las drogas”, han sido más que suficientes como para saber que estas iniciativas tampoco funcionan.

2014 tendrá que ser un año en el que pueda realizarse un progreso pragmático y tangible en este debate, en que le puedan probarse nuevos programas, evaluarse estrategias existentes, y en el que las lecciones puedan ser aprendidas, identificadas y compartidas. Los debates, tanto sobre los ODM como en general, necesitan desarrollarse entre una variedad más amplia de interesados. En particular, la comunidad de desarrollo necesita reconocer sus responsabilidades en a la gestión pública, la justicia, la construcción de la paz, y el desarrollo, y es preciso que, dentro de su capacidad, concientice a su personal sobre el reconocimiento, el análisis, el razonamiento, y la preparación de soluciones concretas contra la delincuencia organizada.